La catedral de la ciudad de Séneca
una vez más hace sonar sus campanas.
Don, don, don...
Ha pasado otra hora.
Las chicas de las tiendecitas sonríen:
ya mismo volverán a su casa.
Entre las calles de Maimónides
ya no pasa nadie.
Las voces de la Torre de Babel
han dejado de oirse.
Una melodía antigua resuena en el aire
y se repite cada hora.
En el barrio de los judíos
se derrama un holor de romeros gitanos.
Don, don, don...
Otro toque de la catedral.
Otra hora ha pasado.
Se callan los cantes flamencos
y las chicas de las tiendas se van,
respirando aquel aroma de naranjas y limones
inmortalado por Romero de Torres
entre los brazos de su musa.
Y yo, todavía, a cada hora,
escucho aquellas campanas,
árabes y cristianas en el mismo tiempo,
una mezcla increible de culturas y religiones
que en cada "Don" toca el cielo.
Y amo, y odio aquellas campanas.
Sí, las amo.
Sí, las odio.
Las amo como las amó el erótico Góngora,
las odio como tal vez sólo yo hago,
o como a quien, igual que yo,
está cansado de escucharlas.
Las amo como Averrois las amó,
las odio como quizás las odia
el gran soberano río Guadalquivir,
obligado a oirlas desde siempre.
A cada toque huiría,
dentro de cada "Don" me perdería para siempre.
La catedral de la ciudad de Séneca
ya ha cesado su trabajo.
¡Que triste no poder oirlas más!
¡Que alivio no tener que volver a escucharlas!